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Un grito en silencio

10.04.2014 por Susana Serrano

El ritual comenzaría con la melodía, familiar y lejana, de un “afilaor”. Los cuchillos y el fuego estaban dispuestos. Todos acudimos despacio y en silencio, cuando entre nosotros aparecería él, cargando con un “cuerpo-víctima” dispuesta para el sacrificio. La solemnidad de la sala sobrecogía en una atmósfera inquietante, donde la suavidad y la violencia se entrelazaron para contarnos algo.

Las acciones de Miguel Belloch son únicas en su capacidad para proyectar y concentrar nuestra atención, sólo con gestos y movimientos cargados de poesía nos habla con crudeza de ciertos temas sociales. Aquí se trataba de una acción de urgencia ante las atrocidades que se están cometiendo contra aquellas personas que intentan saltar la valla de Melilla, en un intento desesperado de mejorar sus vidas. Concretamente la intención es protestar contra las cuchillas instaladas en la valla, que cortan y hacen más daño a lxs que intentan pasar la frontera de manera ilegal. En línea con los temas que se están tratando estos días en la presente edición del Festival ZEMOS98, Miguel propone señalar hacia ese punto del conflicto sobre lxs migrantes, pero hacerlo a través de una acción. La cosa se pone seria, cuando el activismo y la práctica artística se dan la mano sube la intensidad del discurso y la reflexión se adentra en territorios menos transitados.

Muchas veces vemos por televisión el tema de las cuchillas en las vallas de Melilla, pero ahí no nos dejan ni el espacio y ni el tiempo suficientes para pararnos a pensar. El tratamiento del tema aquí es completamente diferente, no sólo por aportar una perspectiva no manipulada por los grandes medios de comunicación, sino por además ofrecernos otro acercamiento, más sensible, más pausado, reconfigurando nuestra visión del problema. La acción propuesta es una reelaboración de otra anterior realizada en Granada, siguiendo así con el modo de trabajo que generalmente prefiere este artista: actuar sólo cuando se lo piden, de manera puntual, y reciclando elementos de otras acciones que ha ido realizando. Podríamos decir que esa remezcla es clave para entender el lenguaje y la personalidad de Miguel. Su propia vida, sus “ropas” y las vivencias, afectos y simbologías asociadas a ellas, continuamente van apareciendo en las diversas acciones formando un todo orgánico, siempre en proceso y preparado para activarse si es necesario.

La máxima de “lo personal es político” en él cobra todo su sentido. La elección de cada prenda para configurar cada acción es parte de la pieza, se ritualiza la vida: ficción y realidad danzan para expresar un mensaje. La ropa es el elemento central de su trabajo, que utiliza para plantear los temas que son de su interés, sobre todo en relación con la identidad, ya sea vinculada a clases sociales o al género. Una de las cosas que más me sorprendieron dentro de esta acción fue, precisamente, la habilidad de Miguel para hacer confluir en un mismo lugar un asunto como el de la frontera de Melilla con elementos del discurso queer. Si consigue mezclar con tanta naturalidad temas aparentemente distantes es gracias a su manera de entender y manejar el arte: con sinceridad desde su experiencia de vida e integrando sin prejuicios todo aquello que él considera importante para cada ocasión, las disonancias son su belleza.

Una vez realizado el striptease, despojándose de los diferentes personajes, comienza la danza oscilatoria de los cuchillos, que apunta a diferentes direcciones como una veleta y nos interpela con agresividad. Los cuchillos caen al suelo, como tanto nos gustaría que hicieran las cuchillas de las vallas. La sala, que estaba llena del verde y el rojo de África, se oscurece para dar paso al “traje de espejos”. Un traje al que le rodea toda una mitología dentro de la obra/vida de Miguel Belloch y que aquí reaparece para recordarnos el frío metal que corta. Mientras se pone el traje, en otro ritual, vemos un vídeo proyectado en la pared que introduce las palabras, hasta ahora ausentes, dentro de la performance. Imágenes que pronuncian la protesta y textos que argumentan la denuncia.

Una vez vestido, el efecto de “bola de discoteca” creado en la sala fue realmente insólito, generando una multitud de puntos de luz en movimiento que sugerían nuevas ideas acordes con la temática. La cualidad poética de cada gesto, de cada prenda y cada objeto, nos mantuvo embelesados todo el tiempo, guiados por un maestro de ceremonias que domina a la perfección su oficio. Vestir y desvestirse de manera que construyes y deconstruyes una idea o una identidad para poder analizarlas, desmenuzarlas y luego remezclarlas. Un juego en el que pensar haciendo (y sintiendo).

Y se hizo la luz, otro de los símbolos más recurrentes en las acciones de Miguel Benlloch. La luz, o el fuego, que alumbra pero que también deslumbra y puede llegar a quemarte. Aquí apareció a través de una lámpara que era fuertemente agitada con una cuerda en círculos sobre su cabeza. La amenaza se hacía también presente, manteniéndonos a los que allí estábamos hipnotizados como palomitas que giran alrededor de una luz, a riego de morir quemadas. La idea de ráfagas de luz que llegan desde un faro también iba y venía a nuestras cabezas, haciéndonos sentir ese miedo que muchxs sienten cuando están atrapados en el oleaje queriendo cruzar el estrecho.

Un fuego, quizá purificador, aparece en la pantalla para terminar la acción. Con la misma sobriedad que había comenzado, Miguel, ahora vestido con una túnica, sale por una puerta dejándonos tan callados como llenos de palabras: el grito que más suena es el que, entre tanto ruido, se hace en silencio.

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